C U E
N T O D E A Ñ O N U E V O
me miraba con anchos ojos doloridos
y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía
entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la
frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más
encendido, el más casto y el más ardiente, ¡qué
sé yo!, de todos los que he dado en mi vida.
Y salí en un barco para Calcuta, ni más ni menos que como
vuestro querido y admirado general Mansilla cuando se fue a Oriente, lleno
de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento
ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo
que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía.
La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky habíame
abierto ancho campo en el país de los faquires, y más de
un gurú que
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C R Ó
N I C A S Y C U E N T O S
conocía mi sed de saber se
encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de
la verdad. Fui, ¡ay!, en busca de la verdad, y si es cierto que mis
labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se
pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis
ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el
Kovei- Khan de la filosofía india, el arcano de Paracelso, el limbuz
de Swedemborg; oí la palabra de los monjes budistas en medio de
las florestas del Tíbet; estudié las diez sephiroth
de la cábala, desde el que simboliza el espacio sin límites
hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié
el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad,
el Oriente, el Occidente, el Norte y el
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