ALEXANDRE PLANA «Novedades: Estreno de Voces de gesta, tragedia en tres jornadas de don Ramón del Valle-Inclán»
(TRADUCCIÓN AL CASTELLANO)
La obra literaria de don Ramón del Valle-Inclán es, en todo, tan extraordinaria como su figura estilizada, como su manga izquierda sin brazo, como los cristales redondos de sus gafas, de una montura quevedesca que sólo él usa, cristales que hacen más desorientadora la mirada penetrante de sus ojos a ratos inquietos y a ratos inmóviles. Su tragedia Voces de gesta no podía gustar, como tampoco su figura, al público del Novedades, que por algo es «público de moda». Cada vez que, al caer el telón, los murmullos de nuestra burguesía ahogaban los aplausos de tres docenas de entusiastas, crecía mi admiración por el poeta que levanta su obra contra todos los vientos de la inactualidad y, en nuestros tiempos de crítica, haciéndose paladín de las viejas glorias, renueva una lengua. Valle-Inclán ha creado una prosa de sobria nobleza para describirnos todas las decadencias y todas las plenitudes sensuales, y después, con Cuento de Abril y Voces de gesta, parece empezar un intento de reconstrucción espiritual de la olvidada Edad Media y se nos muestra poeta de una potencia expresiva tan pura que, para encontrarle parangón, hay que retroceder hasta el Siglo de Oro de la dramática castellana.
En el corazón del monte Araal, la joven pastora Ginebra escucha, mientras hila, las palabras del abuelo Tibaldo, de barbas blancas, «de ojos color esmeralda», palabras llenas de entusiasmo y veneración por su buen rey Arquino que va por la sierra en guerra continua con el rey bárbaro. Es el alba de un mundo nuevo, alba roja que estremece las vidas sencillas. Es la guerra que precisa de la violencia para sostenerse. El rey Arquino, el buen rey que dictaba las leyes y a la sombra de un roble se hacía aconsejar por quienes con la memoria llegaban más lejos en las tradiciones del reino, ahora va por las montañas, rendido por el enemigo, sin poder juntar nunca a los hombres de su mesnada, ni poder reposar en ninguna parte. Sus cuadrillas de vasallos, de pastores miserables, son impotentes contra la nube de soldados del rey enemigo. Pero todo su pueblo sufre con él esta lucha. Los soldados bárbaros se apropian de las cosechas y los rebaños, dejan en cada doncella o mujer que encuentran el recuerdo de su hedor de macho y crueldad de primitivos; roban los cálices de las iglesias para beber y sus cuernos de guerra son siempre el anuncio de desgracias y sufrimientos. La pastora Ginebra no los ha visto nunca, pero siente contra ellos el odio de la raza. Cuando el pastor Oliveros la corteja ella lo reta, porque no pueden holgar los vasallos cuando el rey es como un doloroso peregrino que no reposa. Aparece el rey Arquino que eleva al Señor una plegaria de rencor y de lágrimas, y cuando la pastora, al reconocerlo, le ofrece su merienda ya suenan cerca los cuernos de los soldados bárbaros y entre el ramaje se ve el fulgor de las lanzas. Y mientras Oliveros conduce a su rey por una senda que sólo los pastores conocen, Ginebra se resiste a explicar a los enemigos por dónde ha huido aquel a quien persiguen, y cuando la sujetan para jugarse a los dados sus primicias, un grito de ¡lobos! ¡lobos! que oscurece su garganta, muestra toda la desesperación de sus instintos.
La segunda jornada de la tragedia empieza diez años más tarde. En una cabaña de pastores, cerca del fuego del hogar, la pastora Ginebra, entre los lamentos de los demás, vuelca su lamento, recordando aquel día en que un capitán bárbaro, después de forzarla la dejó ciega. El hijo de la violación, Garín, ha bebido del pecho de su madre el odio al invasor y no teniendo suficientes años para acompañar al rey Arquino, toca el tamboril para juntar a los pastores de la sierra. Un canto de oscura sonoridad estremece de pronto a todos los que se sientan alrededor del fuego y lo entierran con cenizas. Una pobre doncella asustada viene huyendo de una jauría de soldados que la persiguen, y otra vez se perturba la paz de aquel rincón de montaña, otra vez Ginebra se encontrará frente a su violador. El capitán quiere reposar en la cabaña de los pastores, y cuando sus compañeros se alejan, bebiendo en un cáliz se le nublan los sentidos y obliga a beber a la pastora ciega para transmitirle el fuego de su propio deseo. Garín con una guadaña quiere segar la cabeza del bárbaro, pero son demasiado débiles sus brazos y muere en las manos de hierro de su padre. Ante el dolor de la madre, el capitán, cuando se da cuenta de que ha matado a su propio hijo, le tira su copa y su espada para el camino que lleva a la otra vida; pero no se ha apagado todavía su deseo y sobre el lecho de pieles, Ginebra, Judith trágica, le corta la cabeza con la misma espada que ella imagina recibida de las manos de su hijo muerto.
Diez años más transcurren hasta la tercera jornada. La guerra se ha tornado más terrible; ya hace veinte años que los hombres del llano no siembran y en la montaña las mujeres lloran por los muertos y por el rey Arquino, el rey peregrino y sin reino, que lucha con los últimos hombres de su mesnada. Ginebra hace diez años que lo busca sin lograr encontrarlo; hace diez años que va por los caminos arrastrando las alforjas donde lleva la cabeza del capitán bárbaro, para ofrecerla al rey como una ofrenda de venganza. Cuando los últimos pastores que habían cambiado el caramillo por la honda caen en un enfrentamiento con el enemigo, cuando ya no queda más que un viejo que cava una fosa para sus ochenta años, Ginebra encuentra al rey y le ofrece el cráneo de quien la dejó sin luz y después sin el hijo que le hacía de guía. El rey arroja el cráneo a la fosa que su último vasallo cava en la tierra y toma la mano de la pastora ciega para llevarla por los senderos de la montaña en una nueva peregrinación hasta la muerte. El tiempo ha podido más que la venganza, la cabeza del bárbaro se ha ido consumiendo poco a poco hasta dejar pelado y vacío el cráneo que parece reírse siniestramente de todas las pasiones de los hombres. La venganza ha sido inútil, infructuosa; el cráneo del enemigo reposará en la misma fosa que para él ha cavado el último vasallo del rey Arquino. Pero en el corazón de la montaña un mismo dolor hermana al rey y a la pastora ciega. ¿Simbolizan a la Tradición y el Pueblo? La Tradición tendría las barbas blancas, sería una sombra vencida; el Pueblo tendría las pupilas huérfanas de luz y el alma carcomida por un sentimiento de odio. No creo que Valle-Inclán haya querido simbolizar nada con este final de su tragedia. Más bien es toda la tragedia la que nos ofrece como un símbolo, como una imagen de toda la vida de un siglo, de toda el alma de un pueblo que abrió sus ojos infantiles sobre las ruinas del mundo antiguo y las cenizas de la grandeza pagana.
Voces de gesta tiene la noble serenidad de un canto homérico. Es la resurrección en nuestro siglo XX del alma de los siglos XI y XII, que ya creíamos muerta. Hay fragmentos de esta tragedia que tienen la misma ingenua frescura de la primitiva poesía épica nacida en tierra castellana, y otros que suscitan la ilusión de un hallazgo, de uno de aquellos cantares juglarescos que se han perdido porque no fueron nunca escritos en pergamino ni en tablas de roble, ni prosificados por un cronista como otras de las primeras manifestaciones de aquella época de primitivismo.
Si la primera forma de la poesía castellana tuvo una expresión épica, popular, anónima, de formación parecida a la primitiva poesía helénica, formación colectiva porque era todo el pueblo el que cantaba sus gestas por boca de sus rapsodas o de sus juglares, su última forma tiende a hacerse otra vez épica con Las Hijas del Cid de Marquina –su mejor obra–, y con Voces de gesta de Valle-Inclán, aunque su popularidad sea hoy día casi imposible. La poesía épica no se adapta a nuestro siglo. Así lo ha comprendido Marquina que con su última obra –En Flandes se ha puesto el sol– ha saltado del Poema del mío Cid al pomposo recitado del drama del siglo XVII, poniéndole más ingenio que fuego, más técnica que sentimiento, o sea, creando una obra más al nivel de nuestro tiempo que no puede sentir grandes entusiasmos por la torpe simplicidad de hace nueve siglos, sobre todo llevando como lleva encima el peso de un turbio siglo de exaltación romántica.
Pero don Ramón del Valle-Inclán se ríe del tiempo como el cráneo del capitán bárbaro de su tragedia y sabe que él podrá más que el tiempo y que su héroe –el Marqués de Bradomín, inmortal como Don Juan– verá mezclados en miserable insignificancia los cráneos innumerables de los personajes de las innumerables comedias y novelas que más gustan hoy a los públicos de moda.
Voces de gesta prueba cuán prodigiosa intensidad de tragedia puede extraerse de esta Edad Media que en el siglo pasado comenzó a reclamar la atención de los eruditos y que en el nuestro orienta el interés de los poetas. Y no es tarea fácil la de ofrecernos el espectáculo –para nosotros nuevo– de aquellos hombres que tenían músculos de hierro y ojos infantiles abiertos a las visiones como tenían el alma abierta al milagro y los instintos inclinados a la ruda satisfacción de todos los deseos. Las viejas catedrales nos hablaban del momento posterior, el siglo XIII, pero los primeros siglos de la formación de la espiritualidad cristiana triunfante con expresiones épicas dentro de cada nuevo pueblo, nacido de la disgregación del Imperio, habían sido deformadas por la poesía romántica, y hoy, un italiano, D'Annunzio, renueva la savia de los primeros Misterios medievales escribiendo en pura lengua francesa Le Martyre de Saint Sébastien, y en la literatura castellana Marquina y Valle-Inclán revelan el verdadero espíritu de esta Edad Media, fuente inagotable de poesía heroica.
Entre Marquina y Valle-Inclán podría establecerse un paralelo análogo al que llevó a diferenciar, en los inicios de la poesía castellana, el impulso popular, espontáneo, del «mester de juglaría», y la otra tendencia erudita, moral, reflexiva y con un fondo didáctico del «mester de clerecía», la poesía anónima, la de los juglares, que ante el pueblo exaltaban la memoria de los hechos legendarios, y la poesía de autores conocidos, generalmente clerigos, que no llegaba hasta el pueblo, sino que era como un divertimento de los que podríamos llamar prehumanistas, de los que mantenían vivo el fuego sagrado de la lengua latina, poesía de vidas de santos o de ejemplo moral para los nobles. Aunque los dos poetas actuales son ambos inactuales en este aspecto (se entiende, el Marquina de Las Hijas del Cid o de Doña María la Brava, no ya el de En Flandes se ha puesto el sol); el uno viene a ser un juglar aristócrata y el otro un poeta bien digno de un nuevo «mester de clerecía», porque predominan en uno –en Eduardo Marquina– la imaginación sobre el sentimiento, la pompa de la imagen sobre la nobleza de la palabra sobria y justa, al revés del otro –de Valle-Inclán– que hace palpitar trozos de vida al ritmo sonoro de sus versos y con sobriedad de imágenes, sobriedad de palabra, y absoluta ausencia de todo ingenio de frase y de todo escepticismo se aleja de Calderón y Lope de Vega para acercarse a la Celestina, gloria del teatro castellano, y al puro lenguaje ligeramente arcaico del marqués de Santillana, de Jorge Manrique, de Juan de Mena.
Don Ramón del Valle-Inclán, hombre de modernidad, trabaja en una forja nueva la vieja lengua castellana de cuando era tan viva la influencia de la lengua provenzal en la lírica galaico-portuguesa, madre de la lírica castellana. De esta depuración resulta un estilo personalísimo, una frescura de lenguaje que purifica los sentidos empalagados del acartonamiento de frases hechas y florituras retóricas estilo Zorrilla y de la chapucera deformación que una cuadrilla de escritores que se jactan de modernos han hecho sufrir a la lengua contra todas las leyes de la filología. Y la obra en que se pone de relieve con más fuerza esta labor ruda de orfebre y de depurador es Voces de gesta, en la que cada palabra tiene tanta plenitud, que el verso parece la cuerda tensada de un arco y hace que todo el interés esté a veces en la incomparable musicalidad de este ritmo que cubre una impetuosa corriente interna de sentimiento, de fuerza vital, de vibración continua. El calor pasional de la tragedia para poseer nobleza tiene que estar contenido por un elevado sentimiento, por una fuerza que puede más que las fuerzas humanas como el Hado en la tragedia griega, como la idea del honor en el teatro clásico castellano. En Voces de gesta esta fuerza que concede una noble lentitud al movimiento escénico de los personajes es el sentimiento de respeto y de entusiasmo que Valle-Inclán por estética ha llegado a sentir por todas las glorias vencidas por los hombres o muertas por el tiempo, y así como creó la más alta prosa para vestir la psicología sensual y devota, cínica y caballeresca de su Marqués de Bradomín, ahora forja viejos ritmos de serenidad clásica para exaltar las viejas Edades desaparecidas poniendo en ellos toda su alma moderna, de hombre que siente bullir en su cerebro las ideas de su tiempo a pesar de sus barbas ascéticas. Por eso hay una profunda ironía en la mirada aguda de sus ojos negros a través de los cristales redondos de sus gafas de montura quevedesca.
La presentación de la obra, admirable en el segundo acto, no tanto en los otros dos. Los actores, con una caracterización casi perfecta, interpretan la obra de un modo deplorable por lo monótono, por la falta absoluta de oportunidad en la manera de enlazar o separar los diálogos y las situaciones. La señora Guerrero es la única que recita con una cierta naturalidad en los momentos de calma, pero la pierde del todo en los momentos más agudos de la tragedia. El señor Díaz de Mendoza equivoca su papel de rey Arquino, haciendo parecer absurdo el tercer acto. En cambio, el señor Vargas, en el papel de Oliveros, y la señora Blanco, en el de Garín, muestran haber comprendido todo el sentido de sencillez y de energía que tienen sus partes de recitado.
El Poble Català (26 de junio de 1911)"
[Texto traducido por Ramon González Calvet]