VALLE-INCLÁN A TRAVÉS DE ...

 

Josep Mª de Sagarra


 
(Memorias)

   

         [1911]

    Ahora bien, en aquel mes de junio, después del descubrimiento de Rubén Darío y de Don Joan Alcover,  causó sensación el estreno en Barcelona por la compañía Guerrero-Mendoza de la obra Voces de Gesta, de don Ramón del Valle-Inclán. Ya he explicado que algunos de sus escritos me enternecían; los versos de la nueva tragedia, declamados de manera volcánica por el pulmón de doña María Guerrero, lo superaban todo.
    Y lo que acabó de cautivarme fue la presencia del propio Valle-Inclán en el escenario del Novetats.
    Enjuto, con la cabeza rapada y las negras y escandalosas barbas; con cara medio de zorro medio de apóstol del Greco, presidida por una mirada de acero, dura y hasta insolente, bajo unas gafas casi de farsa; y su americana negra, de sacerdote exótico, con una manga vacía y la otra ocupada por un brazo de esqueleto; y, sobre todo, el contraste de aquel amarillo bilioso –el de los cadáveres de Valdés Leal– que teñía la cera de su piel, con la mutilada arrogancia de su busto, hacían de don Ramón del Valle-Inclán un espectáculo que, aun admitiendo que fuera trucado, no dejaba de ser fascinador.
    Aquel rarísimo caballero era el autor de lo que acababa de desorientar y escandalizar a las distinguidas damas barcelonesas. Ellas estaban acostumbradas a aplaudir a una doña María Guerrero sirviéndoles las desgracias vestidas con la mejor seda, y aquella noche se había presentado casi como fisiología pura, patética de arriba a abajo, y recitando versos que, si no eran naturales blasfemias, habían ofendido las orejas de las señoras por el insólito zurriagazo, tanto de la forma como del concepto.
    Yo estaba positivamente entusiasmado con el físico de don Ramón y con el gran exabrupto de su obra. Voces de gesta era el tipo de comedia que yo hubiera querido escribir.
 

        [1919]

    Don Ramón del Valle-Inclán, después de pasar seis horas sentado en el café Regina disertando sobre los endemoniados de Sanlúcar o sobre los hijos naturales de don Porfirio Díaz, se iba al Ateneo seguido de dos o tres de sus acólitos más adictos. A veces don Ramón no entraba en la cacharrería; se situaba en uno de los asientos del amplio corredor y continuaba el tema del café con unos cuantos que le escuchaban boquiabiertos. Pero si venía embalado y necesitaba decir «follón», «forajido» o «mal nacido» a algún germanófilo que le saliera al paso, penetraba en el lugar de la conversación más acalorada y enseguida le escuchaban. Don Ramón pasaba por un momento brillantísimo, estaba trabajando en sus esperpentos y acababa de escribir los poemas de La Pipa de Kif, que leyó un anochecer en el salón de actos, ante quienes le tomaban de buena fe, y ante unos jóvenes más o menos institucionistas que se las daban de finos y miraban a Valle-Inclán como si fuera un payaso. Yo creo que la gente más burra y más obtusa se encuentra entre los intelectuales peripuestos y suficientes, que piensan que el mundo ha empezado con su insignificancia y con el lunar que les ha salido en la nariz. Recuerdo que escuché la lectura de don Ramón al lado de Pérez de Ayala, y, ante las risotadas y aspavientos de ciertos jóvenes, Pérez de Ayala, que no era precisamente un incondicional de Valle-Inclán, se puso como una furia. Valle-Inclán era magnífico contando bulos con su ceceo sincopado, que en el momento oportuno se convertía en un gallo que se quebraba líricamente, o menguaba en una voz lúgubre de capuchino hambriento. Valle-Inclán, con todas sus coronas ducales de papel mascado que emergían de su sueño cafre, y con las escobas más viles y más prostibularias, que él, como don Quijote, consideraba como escobas de brujas omnipotentes, ha sido una figura colosal, y si en sus escritos hay mucho oro auténtico, a pesar de un latón que no deja de ser forjado con picardía y hasta con alma, en su persona de carne y huesos y en el cucurucho alucinante de su imaginación existió uno de los españoles más ricos en materia fáustica. Era naturalísimo que Valle-Inclán, Baroja y Unamuno no se pudieran ver mutuamente; si los hubieran dejado, se habrían comido los hígados el uno al otro; y digo que era naturalísimo porque los tres llevaban dentro un fantasma excepcional y exclusivista que no estaba para competencias. Lo que no veía yo naturalísimo sino grotesco era la melindrosa posición de unos intelectuales universitarios que hacían circular sobre Valle-Inclán cuatro tópicos de portería y no veían la densidad de aquel gran lobo escuálido aromado de desolación y de papel de Armenia.

 

Traducido por Ramon González Calvet 

El Pasajero nº 13, primavera 2003

 

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