C U E
N T O D E A Ñ O N U E V O
la pobre chiquilla... Y buscando,
buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro y
viejo, que llevó mi tarjeta y me hizo pasar a una sala donde todo
tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban
cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocí
a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre
el piano. A poco, Luz y Josefina: «¡Oh, amigo mío; oh,
amigo mío!». Nada más. Luego, una conversación
llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas
de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender,
vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia,
no me atreví a preguntar nada... Quizá mi pregunta llegaría
a aquellos
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C R Ó
N I C A S Y C U E N T O S
pobres seres, como una amarga ironía,
a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra... En esto
vi llegar saltando a una niñita, cuyo cuerpo y rostro eran iguales
en todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí y con su
misma voz exclamó: «¿Y mis bombones?». Yo no
hallé qué decir.
III
Las dos hermanas se miraban pálidas,
pálidas, y movían la cabeza desoladamente.
Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí
a la calle, como perseguido por algún soplo extraño. Luego
lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor
culpable
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