C U E N T O   D E   A Ñ O   N U E V O

doctor alzaba, aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta: «¡Oh,si el tiempo pudiera detenerse!». La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.
      -Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completa- mente desilusionado de la juventud; 


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C R Ó N I C A S  Y  C U E N T O S

si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre joven de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.
      -¡Doctor!
     -Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en  otra ocasión.
      -Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.
      -En ese caso, voy a contaros algo que

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