El magisterio de don Ramón del Valle-Inclán

Ad memoriam
 

Pedro Sevylla de Juana

 

    ¿Qué porción del ingenio de Valle procedía de la herencia paterna? ¿Cuál o cuáles de sus facultades aportaba la madre siguiendo unas reglas poco estudiadas? ¿Cuánta experiencia de la acumulada al final de sus días era hija del esfuerzo propio, y cuánta le venía del entorno –maestros incluidos- o de las copiosas lecturas?

    Antes que nada nacería el poeta, procedente de una visión sensitiva de las cosas, sensible, tierna, afectiva; y ahí estaba la madre entregando su forma de ser contradictoria: insistente, voluble, emotiva, práctica. Asido el poeta a la mano fuerte, dispuesto a imitar sus gestos característicos, seguiría al padre por el incómodo camino de la vida diaria; descubriendo las dificultades a las que se iba a enfrentar y la manera desarrollada por la humanidad para sortearlas. De esos paseos y de las lecturas iniciales arrancan el novelista y el dramaturgo, reforzados por las consejas escuchadas con deleite a los ancianos de calavera pelada y ojos hundidos.

    La calle, la escuela, los compañeros, el maestro, los vecinos, la familia: en definitiva, el creciente trato humano, las relaciones personales, van alimentando al conversador agradable aficionado al baile y a los toros, alimentan al articulista que conoce asuntos variados y sobre ellos indaga, al contertulio capaz de entrar en opuestas materias, al hombre público que luego mostraría, al político cuyas perspectivas frenaron las urnas.

    Unas facultades ayudan a otras, y entre todas –dos pasos adelante y uno atrás- van desarrollando una personalidad sui generis que cada vez da menos oportunidades a la influencia exterior, de la que, sin embargo, acepta esencias y elixires. Sucede que si el novelista y el dramaturgo parten del niño que iba a la escuela siguiendo angostos senderos, del muchacho que enfrentaba su manera de ser a las conductas ajenas; el conferenciante posterior se ase con fuerza a las materias aprendidas del estudio y trasiego cotidianos, a las disposiciones que los conocimientos contribuyen a aflorar. Sucede que si el poeta se aficiona a la pintura, el narrador y el autor de teatro le dan el espaldarazo preciso para convertirse en experto; y el articulista, el conversador ameno, el conferenciante solicitado, el tertuliano influyente y el hombre público, facilitan que sea nombrado responsable de la conservación del tesoro artístico nacional y director de la Academia de Bellas Artes en la ciudad de Roma.

    Hubo de vencer oposiciones: acres ironías, renuencias tozudas, el plúmbeo ancla de la inercia; frenos que de haber unido su actuación lo habrían retenido en la alcoba escribiendo poemas intimistas, relatos fondeados en el entorno inmediato, en su vida gris; empeñado en dar vuelta a lo escrito, juzgándolo desde otro punto de vista recién descubierto, recreando lo creado. Pero el carácter recio, el amor propio, la confianza puesta en sí mismo y el apoyo de quienes lo apreciaban de veras, defendieron su iniciativa con eficacia y ganaron.

    Las causas y las consecuencias del caminar zigzagueante, en don Ramón del Valle y Peña se entrelazaban de modo duradero, influyendo las unas en las otras, trastocándose. El genio innumerable de Villagarcía llegó a decir, sincero y equivocado a partes iguales, que carecía de vocación literaria, que no obtenía deleite en el ejercicio de la escritura. Conocía él mejor que nadie las contrariedades del rastreador, el dolor sufrido ante la perfección imposible, el enorme derroche de energía; sus lectores descubren ese sacrificio en cada página, en cada párrafo, y lo valoran alto. Forzado por las circunstancias, galeote encadenado al banco, agita la péndola a modo de remo; pero, en cualquier caso, es él quien marca el ritmo de las paladas. Luchador, inconformista, gallego, emigrante, bohemio, irónico, austero, tierno, implacable, hidalgo, católico, pendenciero, bolchevique, federalista, conservador, revolucionario; del Valle era dueño de cien facetas contrapuestas que aceptaba con orgullosa resignación y defendía sirviéndose de su temible pluma convertida en espada y, de creerlo conveniente, con el propio acero. La alegoría de su peculiar figura, era, no más, el llamativo mascarón de proa que disimulaba un tajamar indómito.

    El análisis de su escritura me condujo a esenciales hallazgos en el tratamiento del lenguaje. De Valle aprendí -eterno aprendiz él y constante maestro de la técnica- a no dar por concluida una novela, puliéndola, descosiéndola, virándola, volviéndola del revés –a la manera del montador de cine- hasta alcanzar la propia aceptación, prolongada lectura tras lectura. De él aprendí a alterar, a experimentar, a innovar. Sus escritos me han hecho comprender el valor de la elegancia, de la musicalidad y del colorido. A veces llego a asegurar que, en el aspecto literario, es el mejor encuentro que podía tener, y lo tuve. Y no es que su estilo afecte al mío de forma que no haya podido asumirlo, y se vea bajo mis barnices su madera recia; no, no es eso. Su obra es el manantial profundo en el desierto, pero también la soga y el caldero dejados junto al inexistente brocal, y es el palmeral que proporciona alimento, sombra y cobijo. Es la fogata prendida arriba de la montaña costera, cuando mi barco ignora la derrota que ha de seguir; y además el puerto abrigado y la carne, las verduras y el pescado frescos, rebosantes de vitaminas, que permiten continuar la travesía; y es la aguja de marear y el astrolabio que fijan mi rumbo llevándome a buen puerto.

    Primero Tirano Banderas: versos de pedernal narrativo, aguafuertes, pirograbados, obra del ácido, del incendio sometido a la voluntad del autor; litografías prendidas en las paredes pugnando por descolgarse y conformar la realidad. Las Sonatas antes que nada. Confieso debilidad por la de Primavera; debido quizá al deseo irrefrenable, nacido cuando llegué a ella por primera vez, de recibir en los brazos a la pequeña que cae por la ventana. Admito mi inclinación por el fuerte Estío; correría enamorado tras la niña Chole si se dignara mirarme. Primero las Sonatas y el Tirano Banderas, después los Esperpentos y las Novelitas. ¡Qué de idioma hay en el escritor gallego!, ¡cuánto pueblo metido en su acervo hasta las raíces¡, ¡qué de exploración¡, ¡cuánto hallazgo!

    Meditando acerca de don Ramón, tanto invento su juventud desconocida como su ignorada niñez en Arousa. Me veo, me palpo, me oigo, me huelo y me gusto en la cabecera del lecho recibiendo su ahogo en Santiago, aquel año que tan mal empezaba. Sobre su primera mocedad, ignota como una isla alejada de otras tierras, sitúo la ciudad de Pontevedra y un océano inmenso abierto a los audaces que imaginan en él sus pretendidas aventuras. Y alzado al balcón de la ría pinto un cuarteto de muchachas amables, ruborosas doncellas que toman su atrevimiento del grupo, sonriendo al mozuelo enérgico que azorado tuerce su paso decidido y apenas se atreve a observarlas. Sabe el muchacho que si sus ojos miran y ven, su corazón retraído y huraño se enamorará –sentimental y generoso- hasta el delirio. Sobre su infancia, poblada de barcos que se van a América, pescadores, contrabandistas, acomodo a un maestro de escuela que lee poemas bien trazados, bellísimos pedazos de prosas maduras o representa retazos amables de la comedia de la vida.

    Sus amores, su fe, ¿cómo serían?, ¿cuál era el objeto reiterado o sucesivo?; ¿cuántos los cuidados linderos a la generosa dádiva? Le pinto un rostro seductor bajo la barba y entonces ya no necesita ese velo, ya puede ir por la calle al descubierto, pues su timidez se esconde en el abismo oscuro del alma y sale la arrogancia desechando el brazo sobrante. Voy a las tertulias donde representa el personaje por él encarnado, cuyo diálogo cambia cada día, y le apunto un papel que desconoce, escondido yo bajo la concha de nácar.

    Es, sin embargo, la noche -trabajador incansable- su terreno; olvidado del hambre y del frío, escribe, repite, imagina, desarrolla, inventa, crea, recrea y al alba alcanza la maestría; ya da lecciones, ya es ejemplo. ¡Sus líneas rotas quiero! Busco en sus residuos, bajo las tachaduras, sus palabras erradas; hago mío cuanto él ha superado, aquello que dejó de apreciar en algún momento. ¡Ah! su bolsa de basura, ¡qué rica! Estoy por tomarla y recorrer la ciudad con ella al hombro, presumiendo.

 El Pasajero, núm. 23, 2007