El tema gallego en Valle-Inclán

 Francisco Fernández del Riego

Ex Director de la Real Academia Gallega

 
 La Galicia valleinclanesca es una Galicia entre real y soñada. Una Galicia honda, polícroma, supersticiosa, vivacísima, que late siempre en lo más vivo de su alma. Incontables son las revelaciones que de su tierra nos ofrece Valle.
Francisco Fernández del Riego    En la visión que don Ramón tiene del país gallego se hallan amasados tres elementos cardinales, constantes los tres en el recuerdo que el escritor conserva de su paisaje nativo e infantil: la incontaminada pureza de ese paisaje, su transfiguración artística, la nostalgia del autor ante un paraíso perdido e incitante.

    En muchas de sus obras más representativas el temario de Valle-Inclán está arrancado de la tierra de su nacimiento. Véase, si no, la misma otoñal Sonata gallega, traspasada de sentido de genealogía. En ella el noble pazo de Brandeso muestra sus fachadas heráldicas entre la bruma del clima y las sombras de los viejos jardines. El pazo de Brandeso se yergue dentro de una pura nostalgia de Galicia, cercana, muy cercana a la sensibilidad valleinclanesca. Los paisajes son suaves, con molinos, castaños, sus nubes plomizas dormidas sobre la tierra de Céltigos. Sus nombres tienen una arcaizante resonancia.

    Sin duda –como apunta Zamora Vicente-, en Galicia Valle es otro para los que están acostumbrados a una visión de tipo que pudiéramos llamar universal. En Galicia Valle-Inclán es Divinas Palabras. Es, dentro de los primeros libros del escritor, Flor de Santidad. Viene a ser un cuadro de vida campesina gallega de tono eminentemente poético. Obsérvanse aquí rasgos típicos de nuestro genio. La obra fuera del país se pierde en una bruma de lugares estéticos, de florilegio verbal. Pero en Galicia Flor de Santidad consigue su estructura de cándida leyenda. Logra un clima de dulce poesía popular, milagrera, pura, bella a fuerza de inocencia. Adega posee toda la misteriosa atracción de las historias infantiles, con sus aparecidos, sus duendes, sus estremecimientos miedosos. Sin embargo, Flor de Santidad no es, por esto, un libro local. Precisamente tal condición de elevar a personaje literario el clima de la tierra, de la leyenda ingenua y rutinaria, es una prueba, firmísima prueba, de la capacidad estética de Valle-Inclán.
En esta obra –como en varias otras- su autor ha penetrado en los estratos profundos de la psiquis galaica. Trátase de una breve suma de la devoción espontánea, de la superstición milenaria de nuestros campos, destilada de la realidad viva. La tradición, el saber popular en Valle no se ofrecen tal como fueron recogidos del pueblo. Han sido «recreados» por él, estilizados a su modo. Pero siempre manteniendo vivos los rasgos que son peculiares a nuestra esencia: sentido musical, predominio de lo femenino. Esa atmósfera especial de comunidad en mansión que hace a Galicia tan social y rumorosa.

    En Aromas de Leyenda el escritor canta a Galicia, con sus calladas colinas, sus errantes ganados y pastores, sus ermitaños y peregrinos. Con su atmósfera gris, en fin, que cubre con manto protector leyendas siempre vivas y nunca muertas creencias. Valle busca también aquí su inspiración en el pueblo. Cada uno de los poemas de este libro surge de la contemplación de una copla gallega que va inserta al final. Por lo demás, junto a la emoción humana que el poeta encuentra en su país natal revela en estas composiciones líricas su delicada sensibilidad para la percepción de los aspectos más fugaces de la Naturaleza.

    Las Comedias Bárbaras constituyen el momento cumbre en la madurez de la técnica valleinclanesca. En ellas el dramatismo alcanza dimensiones en que el mundo gallego, al que son duramente fieles, se transforma en épica universal, a fuerza de ser humano. Lo supersticioso unido al tremendo realismo imaginativo, en un difícil idealismo, dan a los personajes la fuerza inmutable del símbolo. Por Águila de blasón, por Romance de lobos y Cara de plata transitan, vociferantes, extraordinarios, don Juan Manuel Montenegro, sus hijos, catervas de mendigos, alguna que otra alma en pena. Hay escenas de generosa inspiración que el mismo lenguaje canta como arpa al viento de la tempestad. Donde sin esfuerzo alguno el tono dramático se hace lírico. Siempre el mismo fondo popular de la inspiración.
    Valle-Inclán vierte en estas obras su visión de una Galicia semifeudal, decadente, primitiva. Gentes hidalgas a quienes, la pobreza, el aislamiento, las pasiones contenidas, van reintegrando a la tierra. Don Juan Manuel Montenegro, viejo señor campesino cuya fortuna codician los hijos, es la figura central.

    Al cabo de la línea temática gallega, que atraviesa una importantísima parte de la creación valleinclanesca, está Divinas Palabras. Un poderoso aliento de poesía popular, épica, dramática, sacude el mundo misterioso y primitivo de esta «tragedia de aldea». Como en Flor de Santidad, o en Romance de Lobos, o en El Embrujado, el autor sigue siendo fiel a una constante que tiene su raíz en lo primigenio de la tierra nativa. La estampa de Mari-Gaila, corriendo por la ribera seguida de mozos y canes, la del jayán Milón de la Arnoya o la del idiota Miguelín el Padronés cobran una fuerza de trágico primitivismo en el lírico paisaje. Un paisaje por el que rueda el carro cargado de fragante heno, con sus bueyes dorados. Donde discurre el río cubierto de oro... y se dibuja, toda llena de verdes, la fronda del robledo.
 

© Francisco Fernández del Riego

 
VOLVER AL ÍNDICE
                                                                                                                                                                                               El Pasajero, nº 21, primavera 2005