El farolón de Nachito Veguillas
 

Juan Rodríguez

TIV - UAB


   Por un Guantánamo cubano y sin rejas.

 
    Algunos de los problemas textuales que presentan las obras de Valle-Inclán quedarán sin resolver a no ser que alguna azarosa circunstancia propicie el hallazgo de los manuscritos del autor, si es que existen todavía. Contamos con algunos pre-textos y ediciones corregidas por Valle, que suelen ofrecer lecturas complementarias y facilitar ocasionalmente la tarea del editor. En el caso de Tirano Banderas, los pre-textos publicados en la prensa periódica, aunque contienen variantes significativas, no abarcan la totalidad de la obra, y dejan una buena parte de ésta sin término de comparación. Las dos ediciones completas de la novela aparecidas en vida del autor –impresas en Rivadeneyra y sufragadas por el propio Valle-Inclán en 1926 y 1927– presentan un puñado de variantes significativas, que indican que el autor revisó y corrigió el texto de la primera para la segunda; sin embargo, mal corrector de pruebas como era, también se le escaparon unas cuantas erratas. Al revisar dicho texto para una no muy lejana –si las conmemoraciones lo permiten– reedición, me he tropezado con un problema textual de difícil resolución que quisiera plantear a todos los valleinclanistas, aficionados y profesionales.
 
    El asunto se halla en el primer libro, «Boleto de sombra», de la Quinta Parte, «Santa Mónica», que recoge básicamente el ingreso en dicha prisión de Nachito Veguillas y el estudiante Marco Aurelio, al día siguiente de la juerga en el congal de Cucarachita y de la intempestiva huida, en el momento en que iba a ser detenido, del coronel Domiciano de la Gándara.
    El libro se inicia con una sintética descripción del Fuerte de Santa Mónica y de su «pavorosa leyenda» (Quinta, L.1º, I) de represiones coloniales, refrendada por la política de Santos Banderas, quien todas las tardes ordena el fusilamiento sumarísimo de un grupo de revolucionarios. En esa cárcel de máxima seguridad y destino inicierto, que se inspira sin duda en un buen número de castillos o «morros» que la colonización española dejó repartidos por los puertos del Golfo de México y el Caribe –San Juan de Ulúa, en Veracruz; San Felipe del Morro, en San Juan de Puerto Rico; el Morro de La Habana o Santiago de Cuba, etc.–, ingresan el licenciado Veguillas y el estudiante Marco Aurelio, detenidos sin cargos concretos y de forma arbitraria, tan solo por hallarse en el camino de la huida de Domiciano. Esa irregularidad se ve confirmada por la ausencia de papeleo, pues los detenidos son ingresados en en castillo «sin otro trámite que el parte verbal depuesto por un sargento» (Quinta, L.1º, I), y por la actitud burlesca y despreciativa del alcaide del penal, el coronel Irineo Castañón, «viejo sanguinario y potroso», «uno de los más crueles sicarios de la Tiranía» (id.), deformación grotesca de aquellos «plateados» que el propio don Ramón mitificara en la Sonata de estío y representante criollo de los
«martes» carnavalescos –como bien recuerda el final de este Libro Primero– que empiezan a abundar, en aquellas fechas de militarismo creciente, en la obra valleinclaniana.

    En su condición de presos preventivos, Nachito y el estudiante reciben «boleto de preferencia», «luneta de muralla» –la referencia teatral, además de ser habitual en la deformación esperpéntica, no es casual–, esto es, se les deja pasear por el patio que se ubica entre las murallas, donde, además, «hay cantina, si algo desean y quieren pagarlo» (Quinta, L.1º, II). En ese contexto de represión arbitraria, Valle-Inclán dedicará el resto del Libro a, por un lado, profundizar en la caracterización del Licenciado Veguillas en su servil adulación del poder y del estudiante Marco Aurelio en su toma de conciencia, tras el descubrimiento por parte de los presos que circulan por el patio de las consecuencias de la represión de Santos Banderas.

    Nada más ingresar en ese patio sobrevolado por zopilotes, cuyos muros muestran «los grafitos carcelarios decorados con fálicos trofeos» y desde el que se oye «el hervidero de las olas, como si estuviesen socavando el cimiento» (Quinta, L.1º, III), Nachito se siente sobrecogido y comenta a su improvisado compañero de cautiverio: «–¡Esto impone! ¡Se oye el farollón de las olas!... Parece que estamos en un barco».
    Eso es lo que leen, desde la primera de 1926 y sin excepción, todas las ediciones de la novela. Alonso Zamora Vicente, en su ya clásica edición, percibe sin embargo la anomalía de esa expresión y, amparándose en el Diccionario crítico etimológico de Corominas, anota:
    Es un derivado del italiano faraglione, ‘roca, isla pequeña y tajada en el mar’. Es más frecuente oír otras variantes, especialmente farallón y farellón o farillón. […]. La variante del texto puede ser un error de Valle, o simple errata.1.
    Independientemente de lo raro de esa variante, que ni Corominas ni el DRAE recogen y que sensatamente Zamora Vicente atribuye a una errata, el editor no percibe (o no señala, por lo menos) la ausencia de sentido de la expresión del licenciado. Éste, en todo caso, tal vez oyera el ruido de las olas al romper contra el farallón sobre el que se levanta el castillo, pero nunca «el farallón de las olas»; ni siquiera si tenemos en cuenta la segunda acepción que el DRAE da para el sustantivo farallón (‘crestón…’, asociado con la cresta de las olas) cobra sentido la frase de Veguillas, pues todavía no ha visto la olas, sino que, en ese momento, solamente oye su fragor.
    Esa debe de ser la razón que impulsa al anónimo editor de la Obra completa a buscar otra posible lectura: «Dado el sentido de ‘ruido de las olas contra la muralla’ –apunta en el «Glosario»– , pensamos en una errata por «farfollón»”, derivado de farfollar, que el editor define –no sé con qué criterio– como «emitir un ruido bronco y desordenado», al tiempo que aporta un fragmento de La corte de los milagros, en el que aparece un uso semejante («Aún farfollaban, crecidos, los cauces serranos…», Libro Séptimo, I)2.  Si bien la forma correcta del infinitivo es farfullar (‘Hablar muy deprisa y atropelladamente’, o, en sentido figurado, ‘hacer una cosa con tropelía y confusión’) y el DRAE sólo da cuenta del adejtivo farfallón (‘farfullero, chapucero’), no hay que descartar la vulgarización del término en boca de Nachito –frecuente en diversas hablas peninsulares–, e incluso su contaminación semántica con farfolla (‘cosa de mucha apariencia y de poca entidad’, en la segunda y familiar de sus acepciones)3, y con una de las acepciones de follón (‘alboroto, discusión tumultuosa’).
    Aunque el ejemplo de La corte de los milagros pudiera ser determinante para zanjar la cuestión, la sustantivación del verbo en Tirano Banderas me ha empujado a buscar otras posibilidades de lectura que dieran sentido a la expresión de Nachito y explicaran de forma convincente la errata; se me ocurrió entonces que, tal vez, pudiera serlo de farolón (de farol: ‘vano, ostentoso, amigo de llamar la atención’, que también suele utilizarse como sustantivo), o incluso del menos usual farotón (‘persona descarada y sin juicio’) –habida cuenta de la semejante forma que adquieren l y t en la caligrafía valleinclaniana–, en lugar de farfollón.

    Farolón es una voz bastante común en el español de México, donde se utiliza como sinónimo del más peninsular farolero, ‘el que hiperboliza la trascendencia o importancia de de sus actos’. Aunque no es necesario viajar tan lejos para encontrar algunos usos del término; “Hombre grandón, hombre farolón; poco aceite mucho algodón”, dice el refranero castellano; y con ese mismo sentido aparece también en algunos textos literarios próximos o contemporáneos a Valle-Inclán. Sin ánimo de ser exhaustivo y mediante una sencilla búsqueda por el ciberespacio, he podido encontrar algunos ejemplos que aporto a continuación.
    En el capítulo XI de La Regenta, mientras Doña Paula y Fermín conspiran, la madre del Magistral atribuye tal rasgo al Arcediano:
    –¡Ta, ta, ta, ta! Envidia, pura envidia. ¿Respeto? Dios lo dé. El Arcediano querría confesar a la de Quintanar, es natural, él es muy amigo de darse tono, y de que digan... ¡Dios me perdone! pero creo que le gusta que murmuren de él, y que digan si enamora a las beatas o no las enamora... ¡Es un farolón... y un malvado!4
    Y asimismo Galdós, en Ángel Guerra, pone también el término en boca del clérigo don Francisco Mancebo a propósito de inspector del Timbre que ha osado meter las narices en los libros de su amigo Gaspar Illán:
    –Ya sé quién es el pájaro ese. Le llaman Babel, y tiene aterrorizado a todo el comercio menudo de la ciudad; reverendísimo farolón, que tiene por hijo a un pillete llamado Fausto, el cual no está en presidio porque aquí no hay justicia, y Ceuta se ha hecho para los tontos. [...] Pues a lo que iba: no te apures, Gaspar; eso se puede zanjar diplomáticamente. Lo sé por Saturio, el sastre de la calle de Belén, y por las niñas de Rebolledo, esas que han puesto en Zocodover tienda de sombreros para señoras. Ninguno de ellos tenía libros, ni los habían visto en su vida. Les arreó el bribón ese una multa feroz. ¿Tú la pagaste? Pues ellos tampoco. ¿Cómo se compuso? Como se componen todas las cosas en estos tiempos de tanta libertad, de tanta democracia, de tanto sello móvil e inmóvil, y de tantísimo enjuague administrativo».5
    Más próximo cronológica y estéticamente a Valle-Inclán, dos de los personajes de Chapete y el Príncipe malo de Salvador Bartolozzi fueron bautizados por el dramaturgo y escenógrafo los «monarcas Farolón y Farolina»6.
    Es, por otra parte, también voz habitual en el esperpento valleinclaniano, uno de cuyos rasgos sustantivos suele ser esa discrepancia entre el ser y el aparentar. En la Escena Cuarta de Los cuernos de don Friolera, Doña Loreta, ante las amenazas más o menos veladas del teniente, moteja a éste –entre otros muchos calificativos– de «¡Farolón!»; y Ricardo Senabre, en la edición de dicha obra, anota un par de ejemplos más, esta vez en femenino, recogidos de Viva mi dueño y Baza de espadas7.

    Soy consciente de las diferencias entre esos usos y el que me ocupa, del problema que entraña la sustantivación en el contexto en que utiliza la palabra el personaje de Tirano Banderas, que implica una personificación de las olas que hacen sentir su presencia y amenazan al castillo con hacerlo zozobrar, como si de un barco se tratara; sin embargo, creo que dicho problema puede resolverse con el cruce semántico que proporciona su uso como aumentativo de farol (también recogido en el DRAE), en el sentido que a ese término se da en el juego de cartas y en las apuestas en general, y hay que recordar que ese contexto azaroso está muy presente a lo largo de la Quinta Parte, cuando Nacho Veguillas ganará apostando de farol –«al gusto y al contragusto»– en el juego del albur (Quinta, L.3º, I).

    En cualquier caso, se trate de farfollón, farotón o farolón el estruendo del oleaje que impresiona a Nachito, tal vez lo más importante es subrayar el contraste que esa apreciación presenta con la función real de las olas en ese episodio de Tirano Banderas. Inmediatamente después de la observación de Nachito, el narrador describe el fuerte de Santa Mónica como un «castillote teatral» (Quinta, L.1º, III) erguido sobre los arrecifes de la costa, lo que refuerza el sentido de amenaza simbólica que tiene Santa Mónica en el sistema represivo de la tiranía. Sin embargo, la ostentación de la olas que parecen querer arrastrar consigo el castillo se revela mucho más horrorosa y amenazadora de lo que Nachito percibe en un primer momento, pues aquéllas se convierten, ya en el capítulo siguiente, en testimonio de la arbitrariedad asesina del Tirano al devolver a la costa los cadáveres de los revolucionarios asesinados; a partir de ese momento, el sonido del oleaje adopta en la percepción del narrador su verdadero carácter aterrador, y es descrito como el «tumbo del mar» que bate la muralla, y el «oboe de las olas» que canta «el triunfo de la muerte» (Quinta, L.1º, VI).

    La constatación del terror desplegado por la dictadura que aportan las olas va a tener efectos contrapuestos en los personajes que contemplan el horroroso panorama; si entre los presos revolucionarios se alza un «grito de motín» (Quinta, L.1º, IV) que azuza el Doctor Sánchez Ocaña y que es reprimido por la guardia, e incluso el estudiante Marco Aurelio tomará conciencia de la verdadera faz de la tiranía, en contraste Nachito palidece de miedo, atribuye a «las Benditas» la responsabilidad del «fregado ilusorio» en que se ve inmerso (Quinta, L.1º, VI), pide a Marco Aurelio y al viejo conspirador que precipiten su fin e insiste en su inocencia y en cómo «las apariencias» (Quinta, L.1º, V) le han condenado a muerte, un sentimiento que ya no le abandonará en toda esta parte de la novela y que impulsará sus temerarias apuestas en el juego de cartas.

    Ante «el planto pusilánime y versátil» de Veguillas, el narrador concluye ese Libro Primero llamando la atención sobre el carácter falsario del licenciadito, su lamento puramente teatral, aparente y carnavalesco: «La mengua de aquel bufón en desgracia tenía cierta solemnidad grotesca, como los entierros de mojiganga con que fina el antruejo» (Quinta, L.1º, VII). La utilización, por parte de dicho personaje, de términos como farfollón, farotón o farolón aplicado al fragor de las olas tendría, pues, la función de marcar el contraste entre su percepción de la tiranía de Santos Banderas antes y después de su paso por Santa Mónica, y, al mismo tiempo, de subrayar la persistente hipocresía acomodaticia de Nachito, su constante faroleo con el poder.
© Juan Rodríguez 2006

 

1Tirano Banderas, Madrid, Espasa-Calpe, 1978, p. 183, nota 4.
2 Valle-Inclán, Obra completa, Vol. II, Madrid, Espasa-Calpe, 2002, pp. 2069-2070.
3 En algunos lugares de la geografía española, farfollar es ‘quitar la farfolla de una panocha de maíz’, esto es, despojarla de las hojas verdes que la envuelven.
4 Leopoldo Alas, La Regenta, ed. de Gonzalo Sobejano, Madrid, Castalia, 1984, vol. I, p. 417.
5 Benito Pérez Galdós, «Más días toledanos», Ángel Guerra, Madrid, Hernando, 1970, Segunda Parte, V, I, pp. 405-406.
6 Véase David Vela Cervera, Salvador Bartolozzi (1882-1950). Ilustración gráfica. Escenografía. Narración y teatro para niños, Vol. III, p. 47; tesis doctoral disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).
7 Véase Los cuernos de don Friolera, Escena Cuarta, edición de Ricardo Senabre, Madrid, Espasa Calpe, 1990, p. 150, y n. 16. Los ejemplos que aporta Senabre son: "La morena farolona la recibía bajo el chal con gachoneo de los ojos" (Viva mi dueño, II, xvi); "El relojero volvió la cabeza con actitud farolona" (Baza de espadas, «Alta mar», XXIII).

El Pasajero, nº 22, Estío 2006
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