Mateo Hernández Barroso
(1874-¿1962?)
Por Carme Alerm Viloca ( T.I.V.)
Desde México nos llega el cálido recuerdo que Mateo Hernández Barroso dedicó a Valle-Inclán en El oso y el madroño (México, Imprenta Azteca, 1954), una recopilación de artículos sobre Madrid publicados originariamente en el diario Novedades. Poco conocida es hoy en día la figura de este intelectual madrileño, republicano y masón –fue Gran Maestro de «El Grande Oriente Español» entre 1954 y 1962–, que, como tantos otros, se vio arrojado a la marea del exilio. La semblanza biográfica que leemos en la cubierta de su libro Mitología latina (México, Editorial Patria, 1954) nos dibuja una personalidad polifacética, de asombrosa inteligencia, tesón en el trabajo y ávida curiosidad por el saber.
Huérfano de padre y madre desde temprana edad, a los catorce años abandonó el centro benéfico en que había permanecido hasta entonces con una modesta pensión que, en premio a sus brillantes calificaciones, le asignó el Ayuntamiento de Madrid para proseguir sus estudios. Dos años después ingresó como temporero en el cuerpo de Telégrafos, donde pronto ganó la plaza de Oficial Técnico. Con el tiempo, sus méritos profesionales lo convirtieron en uno de los altos jefes del Cuerpo, y durante la guerra civil fue nombrado Director General de Telecomunicaciones. Simultáneamente, ejerció como profesor en varias academias y se aplicó al estudio de las más diversas materias: matemáticas, ciencias físico-químicas, telecomunicaciones, petrografía, arquitectura, filosofía, lenguas, antropología, música, literatura... Prueba de ello es su dilatada labor como crítico musical en el diario La Libertad, sus traducciones y sus libros sobre música, antropología, historia y hasta cables submarinos. Pero entre tanta febril actividad también se las arreglaba para frecuentar los principales cafés literarios de Madrid, trabar amistad con sus pontífices y tomar buena nota de la variada fauna que recalaba por ahí; incluso formó parte de la tertulia «Amigos de Azaña», organizada en el café Regina.
Años después, desde «El Colmao», una de las tertulias de los refugiados españoles en México, habría de revivir las bulliciosas charlas del Café Nuevo Levante, el Regina y la Granja El Henar, de las que dio cumplida cuenta en El oso y el madroño. En la tertulia del Nuevo Levante debió de conocer a Valle-Inclán, del que admiraba tanto su talento literario como su «carácter en la vida». Y es que no sólo en el café sino también en su pazo gallego tuvo ocasión de tratar a «tan gran señor»:
Todo el mundo culto sabe lo que fué y significa Valle-Inclán como el mejor escritor moderno en lengua castellana; pero no saben, sino quienes lo trataron, cuál era su carácter en la vida. Desde luego, que sólo en un libro se podría explicar con probable exactitud. Bastará, no obstante, aportar algunos datos que acusarán la fuerte originalidad de don Ramón. No tomó nunca el metro; no habló jamás por teléfono; su indignación contra Alfonso XIII era grande y frecuente: ¡eso de proceder de tres bastardías!
Era don Ramón un gran señor. Le creía la gente carlista; pero era tradicionalista; y lo era en lo que de bello y venerable tiene la tradición. Tuve el honor de ser invitado por él a pasar una temporada, en el verano, cuando vivía en Puebla del Caramiñal en una casa solariega, no sé si de sus antepasados, o si era donación del Municipio al ilustre gallego. Allí era, ciertamente, un señor: a determinadas horas recibía a los aldeanos, paternal y digno; contestaba a sus consultas, les daba consejos sobre cualquier cuestión, de familia, de hacienda, de pastoreo, de lo que fuere; distribuía limosnas, y los días de fiesta, en la capilla que tenía la casa señorial, acudía un vicario a decir misa que él oía, con su familia, instalado en la tribuna que había en el lugar en que suele estar el coro en las iglesias y capillas. Después, sentaba al cura a su mesa, y pasaba solemne el yantar. ¡Era un señor! (pp. 129-130).
El libro de «probable exactitud» lo había escrito ya, en Argentina, otro compañero de fatigas en el exilio: Francisco de Madrid, autor de La vida altiva de Valle-Inclán (Buenos Aires, Plus Ultra, 1943); pero Hernández Barroso, desde aquel «México rutilante, amable y acogedor, en perenne primavera», también tenía cosas que contar, y así lo hizo con un estilo tan vivaz como elegante. Por él tenemos noticia, por ejemplo, de una conferencia de Valle sobre el pintor Anglada Camarasa; lástima que la torpeza de los taquígrafos no hiciera justicia a tan excelente orador:
Anglada Camarasa frecuentó la tertulia antes de exponer su obra magnífica de colores desconcertantes, revelaciones extrañas, penumbras y llamaradas. Don Ramón dio una conferencia sobre su arte en la escalinata del Palacio de Exposiciones del Buen Retiro y era de ver su cólera cuando le entregaron la traducción de las cuartillas taquigráficas: no entraba en el meollo de los pobres taquígrafos aquel torrente de alusiones clásicas, de ideas singulares y de imágenes rutilantes, muy lejos de la vacua y mazorral oratoria usual en las sesiones del Ayuntamiento y de la Cámara de Diputados. (p. 137)
Más aficionado al lienzo que a la melodía, no estaba en su salsa don Ramón cuando la música acaparaba la tertulia; pero a Mateo Hernández, autor de un ensayo titulado IX Sinfonía de Beethoven (Madrid, Imprenta Alemana, 1912), le complacía el respeto del escritor gallego hacia ciertos compositores de talla:
Don Ramón era totalmente negado para la música; y, sin embargo, cuando se tocaba una obra de Beethoven, de Mozart o de Bach, callaba y decía: «Esto tiene lógica», lógica que no hallaba en la multitud de las demás obras. (p. 134)
No sabemos en qué momento se inició la amistad de tan culto telegrafista con Valle-Inclán. Su nombre figura entre los asistentes al banquete de homenaje al escritor celebrado en el restaurante Fornos el 1 de abril de 1922; pero pudo haberlo conocido mucho antes, incluso ya en 1906, año en que tuvo lugar la famosa anécdota de la bailarina Anita Delgado y el maharajá de Kapurtala, también relatada por Gómez de la Serna, Fernández Almagro y Ricardo Baroja. He aquí la versión de Mateo Hernández, en la que no podía faltar el vivo ingenio y la inagotable fantasía de Valle-Inclán, que tantas expectativas patrióticas tenía puestas en aquella historia digna del mejor folletín:
Hay un episodio formidable en la historia de aquella tertulia. Anita Delgado y su hermana, preciosas danzarinas malagueñas, fueron gloria de aquel Kursaal antes citado. Por entonces estaba en Madrid el maharajá de Kapurtala; todas las noches iba a ver a Anita Delgado, entusiasmado y prendado de ella. A sus repetidos requerimientos halló siempre la misma respuesta: o casamiento, o nada. Y entonces, en la tertulia de Nuevo Levante se armó la conspiración de facilitar aquella boda. Un contertulio, Leandro Oroz, pintor, buen muchacho, pero distraído y fuera de lugar en todas las cuestiones, fué el agente. Era de origen francés, y por esta causa se hizo intérprete en las conversaciones de los futuros esposos y llevó a cabo trámites, viajes a Francia, negociaciones con una actividad estimulada por don Ramón y demás contertulios. Decía Valle Inclán: «Casamos a una española con un maharajá indio, van a la India; allí, a instancias de Anita el maharajá arma la sublevación contra los ingleses, libera la India y nos vengamos de Inglaterra que nos robó Gibraltar». Y la boda se hizo y Anita Delgado fué reina, y hoy, alejada de su reino y de su marido por razones protocolarias, vive con el rango y dignidad que conquistó y mereció. Claro está que Gibraltar sigue como estaba y que no hubo rebelión. (pp. 137-138)
Como se habrá observado, Valle-Inclán está presente en diversos pasajes de El oso y el madroño y, debido al origen periodístico del libro, incluso hay comentarios que se repiten. Sin embargo, uno de sus capítulos, que debió de ser en su momento un artículo monográfico, está dedicado íntegramente al escritor gallego: se trata de una semblanza erizada de anécdotas que apuntan a ese don Ramón atrabiliario, ingenioso y provocador que tan bien conocemos por otros testimonios; sólo que en éste también se hará especial hincapié en el recto sentido de la justicia de Valle, «cuya voz habría sido formidable en los tremendos sucesos acaecidos después de su muerte». Oigamos ahora la voz, casi olvidada, de Mateo Hernández Barroso, un digno representante de la España peregrina que, a pesar de aquellos «tremendos sucesos», no sólo se llevó la canción, sino también los más entrañables recuerdos de quienes, entre el fragor de las tertulias, soñaron una España mejor:
Cuando hablé, días atrás, del café Nueva [sic] Levante de la calle del Arenal, cité, como figura conspicua de aquella tertulia magnífica y un tanto desorbitada, a don Ramón del Valle Inclán. Todos le queríamos y respetábamos, no como Pancio mi Mentor, porque el régimen nuestro era completamente anárquico, sino completamente seguros de que nos esperaba un buen rato escuchando su dialéctica sagaz que su viva imaginación llenaba de fantasías inconcebibles, porque ponía en claro, como la luz del día, cualquier tema del que no tenía él mismo la menor concreta idea. Podía tratarse de automóviles, de la Osa Mayor, del Gran Tamerlán, él exponía con pelos y señales la más pintoresca teoría explicativa del asunto. La substancia de sus esperpentos, la esencia del Ruedo Ibérico, la truculencia feroz de sus Comedias Bárbaras estaban quintaesenciadas en aquellas charlas memorables.
Era correcto y caballeresco en la vida y en el trato; pero en el mundo de las ideas no convivía con hipocresías ni convencionalismos, y nada se le ponía por delante si la injusticia o la necedad se le atravesaban en su camino. Un día se hallaba pacientemente en una larga cola ante la ventanilla de un banco. Llega un comandante, de uniforme, se va derecho a la ventanilla, atropellando el derecho de los que esperaban. Alguien murmuró discretamente; pero don Ramón, echando chispas por los ojos, se llegó a aquél: «¿Qué es eso de ser comandante? ¡A la cola!» Naturalmente, en la cola se puso aquel militar que se creía de casta privilegiada.
Una noche estaba don Ramón por acaso, puesto que no solía avanzar más allá del saloncillo de los actores, entre bastidores en el Teatro de Lara. Pasó la primera actriz hacia el escenario y tropezó en el estrecho pasillo con don Ramón sin fijarse en quién era. «¿Cómo no echan de aquí a estos pelmazos?» dijo aquella. Oye don Ramón el ex abrupto de la orgullosa primera actriz y sale disparado tras ella y en mitad de la escena le pega un puntapié más debajo de la base de la espina dorsal. Desmayo de la actriz, escandalazo y largo rato de suspensión de la función.
Tuvo numerosos altercados. Un día, en uno de éstos, fué detenido por una pareja de aquellos guardias cincuentones de antaño que le llevaban a la comisaría de la calle de León. Don Ramón que era ágil de piernas, echó a andar rapidísimo; los guardias resollando casi no podían seguirle. Cuando llegó a la comisaría, antes de los guardias, se echó en un sofá raído y empezó a dar gritos lamentosos. El comisario salió todo inquieto: «¿Qué pasa?», «¡Cómo que qué pasa!, que aquí traigo a una pareja de guardias que me han maltratado ferozmente y vengo lleno de dolores». Llegan los guardias y ante aquel energúmeno y la cara irritada del comisario, apenas pudieron balbucear y allí quedó el asunto. El comisario pidió mil perdones a aquel señor manco y barbudo.
Martínez Anido emprendió una campaña contra el Ateneo en vista de los repetidos actos y discursos contra la dictadura de Primo de Rivera. Un día se organizó una pretendida manifestación popular calle del Prado abajo. Aquellos descamisados (aquí les diríamos pelaos) gritaban desaforadamente insultos y groserías contra el Ateneo. Por acaso se hallaban en la puerta don Ramón y Marianito Benlliure y Tuero. Don Ramón dijo a Marianito: «¿Vamos a disolverlos?», «Vamos», dijo Marianito; y don Ramón con el rebenque que llevaba en su única mano y Marianito con su bastón, se lanzaron a estacazos contra aquellos sinvergüenzas y la manifestación quedó disuelta. El duro que les habían dado no exigía tanto sacrificio y escaparon como liebres.
A Marañón lo habían encarcelado por ser Presidente del Ateneo. Hubo orden de detener a don Ramón, en su casa, y cuando los policías fueron a ese efecto, don Ramón hizo decir a la criada que estaba vistiéndose y que al punto saldría. Pasado cierto tiempo apareció ante los estupefactos policías un señor con respetables barbas, envuelto en una especie de clámide y tocado con un enorme turbante culminado con una flamante presea. «Estoy dispuesto», dijo el presunto maharajá: don Ramón. No sabiendo qué hacer, uno de los policías salió a buscar un teléfono. La orden que recibiera debió ser que lo dejaran y se apostarían policías que lo detuvieran cuando saliera normalmente a la calle. Desde luego, en su primera salida fué agarrado don Ramón y metido en un coche camino de la cárcel. La poca conversación que tuvo don Ramón con aquellos policías fué en el tono siguiente: «¿No les da vergüenza a ustedes ser esbirros de un sicario soez?» Lo de esbirros molestaba un poco a los policías sin saber exactamente qué significaba aquello; pero lo de sicario les sumió en una total confusión. Su vocabulario no era tan extenso.
Mil peripecias análogas se saben de don Ramón, y sólo un copioso libro podría reflejar su vida, egregia en varios aspectos. Aparte de ser el mejor escritor de habla castellana de los últimos tiempos, era un caballero, escrupulosamente honesto en su vivir, en sus tratos y en el cumplimiento de su palabra. Indiferente al daño subsiguiente, exponía seca y severamente su opinión ante la injusticia; y en todo atropello del derecho y de la justicia se ponía al lado del débil y del atropellado.
Su voz habría sido formidable en los tremendos sucesos acaecidos después de su muerte. ¡Era muy grande don Ramón del Valle Inclán!
(«Don Ramón del Valle Inclán», en El oso y el madroño, México, D.F., «La Impresora Azteca», 1954, pp. 148-151).