María Fernanda Sánchez-Colomer, Valle-Inclán, el teatro y la  oratoria: cuatro estrenos barceloneses y una conferencia.

   Sant Cugat del Vallès (Barcelona), Cop d’Idees/Taller d’Investigacions Valleinclanianes, Colección “Ventolera”, nº2,  89 pp., 1997.


 





    Iniciada esta colección «Ventolera» (una de las cuatro series de publicaciones del Taller d’Investigacions Valleinclanianes de la Universitat Autónoma de Barcelona) con un magnífico trabajo de Manuel Aznar Soler dedicado a analizar en profundidad la fructífera colaboración entre Valle-Inclán y el director de escena Cipriano de Rivas Cherif [Valle-Inclán, Rivas Cherif y la renovación teatral española (1907-1936), 1992], ha continuado con esta valiosa aportación a los estudios valleinclanianos que ahora comentamos, obra de una investigadora adscrita al Taller desde sus inicios, María Fernanda Sánchez-Colomer. En la brevedad de sus páginas, la autora traza con atinada visión y documentación de primera mano el perfil de un Valle-Inclán más atento de lo que suele suponerse a la vida escénica de sus obras teatrales, en un ambiente y unas circunstancias que no siempre coinciden con la óptica de la mayoría de los estudios sobre su teatro, muchas veces mediatizados por el eco casi exclusivo del entorno madrileño en cuanto al estudio de la recepción se refiere.

    Ciertamente, como se aclara en la «Introducción», no se trata de estrenos desconocidos, puesto que de todos ellos se había ocupado en parte la crítica y había resaltado detalles más o menos importantes. Pero a la luz de nuevos datos y de un rastreo sistemático de la prensa local, se analizan ahora en profundidad y adquieren una coherencia que se echaba de menos en los artículos de la crítica anterior dedicados a cada estreno individualizado. Desde esta nueva perspectiva, Sánchez-Colomer puede afirmar con rigor que, «contemplados en su totalidad, estos cuatro estrenos posibilitan una visión diacrónica bastante ajustada de las relaciones de Valle-Inclán con la escena comercial de su época» (pág. 10), en dos direcciones bien marcadas: por una parte, permiten apreciar con claridad la evolución de su prestigio como dramaturgo, que entre 1907 (fecha del estreno de Águila de Blasón) y 1925 (La cabeza del Bautista) pasa de ser considerado un «inepto autor dramático» a erigirse en el «más extraordinario talento teatral de la época»; y, por otra, «iluminan las problemáticas relaciones» que mantuvo con actores y compañías y que pronto le conducirían a desistir en su empeño de ver representadas sus producciones dramáticas.

    Hay que destacar además, y éste es para nosotros el mayor mérito de Sánchez-Colomer, que el libro no se reduce a una hábil transcripción de los aspectos más notables de las crónicas de los distintos estrenos, sino que se adentra con decisión en la lectura interpretativa de las obras en el contexto de su creación y de la puesta en escena. Así se explica el «doloroso fracaso» de Águila de Blasón (1907), al que contribuyó tanto la incapacidad del público y de la crítica para asimilar la modernidad dramatúrgica del texto valleinclaniano como la deficiente puesta en escena de la obra.

    Circunstancias bien distintas permitieron el éxito del segundo estreno, Voces de gesta (1911), en un clima de apasionamiento que trascendió lo puramente estético, como se demuestra en la detallada descripción de la preparación del estreno y de su recepción. A la originalidad de su lenguaje poético se suma el «sincretismo» genérico de Voces de gesta, cuyos componentes épicos parecen contradecirse con el tono trágico que acaba triunfando, sólo matizado por el simbolismo de la tercera jornada: «el desenlace proponía así la acción salvadora del amor y la fundamentación en éste de la eternidad espiritual de la tradición» (p.37). La tragedia se circunscribía, pues, a «la muerte de este mundo puro y primitivo, familiarizado con lo trascendente, pero a la vez se anulaba –por vía espiritual- la posibilidad de que la Tradición se extinguiera: la fraternidad universal se constituía en la solución de continuidad entre ese universo ingenuo, evocado en clave de elegía, y un esperanzado porvenir» (p. 38). Tesis que Sánchez-Colomer refrenda a partir del riguroso análisis de la conferencia que después del estreno ofreció Valle-Inclán en el Círculo Tradicionalista de Barcelona y que es uno de los textos esenciales para comprender el tradicionalismo valleinclaniano y su «visión idealista del hombre, de la historia y de la creación» (p. 54). Y también, cuestión ésta poco estudiada hasta ahora, para entender que «Valle-Inclán halló en la conferencia una perfecta solución de continuidad entre su actividad de escritor y su figura pública» (p. 40), puesto quetanto a través del teatro como de la oratoria buscaba la comunión espiritual con el público, convencido de «la supremacía de las impresiones sensuales, visuales y auditivas, sobre la comprensión racional» (p. 44).  Desde esta perspectiva, Voces de gesta, a pesar de no gozar hoy del atractivo de otras producciones del genial gallego, adquiere para Sánchez-Colomer –opinión que suscribimos-, «en la trayectoria creativa de Valle-Inclán, un valor emblemático», puesto que en ella «toman cuerpo, de forma concisa y poética» parte de las convicciones estéticas e ideológicas que Valle mantuvo en su vida de escritor (p. 54) y en modo alguno pueden reducirse a una única etapa de su trayectoria. La concepción del teatro como arte colectivo y trasunto del espíritu de todo un pueblo es una de ellas.

    Los dos últimos estrenos analizados, el de El yermo de las almas (1915) y el de La cabeza del Bautista (1925) son claro exponente de las vicisitudes escénicas de la dramaturgia valleinclaniana. El fracaso del primero pone de manifiesto el «error» de la reelaboración escénica de Cenizas, que «carecía del dinamismo espacial y discursivo de otras obras valleinclanianas» (p. 59) y abre el camino a su alejamiento de los escenarios –tras la prohibición de su estreno en Madrid- y de la actriz que lo estrenó, Margarita Xirgu, con quien no llegaría a reconciliarse hasta el estreno de Divinas Palabras, en 1933. Por el contrario, el resonante éxito del segundo evidenció (aun sin la necesaria continuidad) que, llevado a la escena con dignidad y talento, el teatro de Valle-Inclán reunía todos los requisitos para encandilar al público. Y esto a pesar de, o más bien gracias a la concatenación de ingredientes artísticos de muy variada procedencia (el tema bíblico, la tradición melodramática, el «Grand Guignol», la versión wildeana del mito de Salomé, etc.), que le permitían plantear sobre el escenario una transgresión intencionada tanto de «los moldes escénicos dominantes» como de  «los referentes morales y estéticos del público» (pp. 75-80). El contraste entre una situación trágica y unos personajes antiheroicos regidos por instintos primarios, «la precisa interrelación de acciones, espacios y personajes, la elaboración estilística de los diálogos, el complejo uso del tempodramático y el carácter transgresor del desenlace» (p. 82) otorgaban a esta pequeña obra una maestría impecable, que pudieron degustar con intensidad los espectadores barceloneses de 1925.

    Nos hallamos, en definitiva, ante un estudio riguroso e imprescindible para entender mejor al Valle-Inclán dramaturgo y para situarlo, con perspectiva adecuada, en las coordenadas del ambiente escénico español que le tocó padecer y que, a pesar de todo, supo dignificar con su arte insuperable.
 

                                                                          Juan Aguilera Sastre



 
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