VALLE INCLÁN A TRAVÉS DE...
 

Victorio Macho

 por Jesús Mª Monge
(T.I.V.)


    El escultor Victorio Macho (Palencia 1887-Toledo 1966) fue junto al malogrado Julio Antonio uno de los escultores españoles más importantes de la primera mitad del siglo XX. Después de una breve estancia en Santander, en 1903 viaja a Madrid como pensionado por la Diputación provincial de Palencia para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Tras un primer examen de ingreso fallido, consigue entrar como alumno en 1905 con el primer premio de Escultura. Victorio Macho en su juventud cuando se le conocía como «El Selvático» En la Escuela conoce y traba amistad con otros estudiantes como Enrique Lorenzo Salazar,  Julio Antonio, Leandro Oroz, Miguel Viladrich,  José Robledano y José Gutiérrez Solana, con quien simpatiza y acompaña en sus protestas contra el excesivo historicismo y naturalismo de algunos de los profesores de la institución. En estos años de formación lleva una vida bohemia, comparte estudio con otros artistas y frecuenta las tertulias madrileñas, primero la del Nuevo Café de Levante , luego la del Pombo. Precisamente en la primera conoció a Valle-Inclán en esta época, cuando todavía era un estudiante de la Escuela de Bellas Artes. Durante estos años será apodado como El Selvático, dado su carácter rebelde, independiente y apasionado. Su primera gran obra fue el monumento funerario al Doctor Llorente (1917), pero su consagración como escultor la obtuvo con el monumento a Galdós (1919), con quien le unía una fuerte amistad. La estatua sedente del autor de los Episodios Nacionales se sufragó por subscripición popular y se colocó en la rosaleda del parque del Retiro. En 1921 el escultor palentino celebró su primera exposición personal en el Museo de Arte Moderno. Al año siguiente ocupa la sala central en la Exposición de artistas ibéricos. En esta etapa su obra tiene un carácter realista y racial, que pronto abandonará para realizar una escultura mucho más simbólica. Participa en la Bienal de Venecia de 1926 donde triunfa con su estatua yacente de «El Hermano Marcelo». En 1929 esculpe varios bustos de Ramón del Valle-Inclán. En noviembre de ese mismo año, a raíz del exilio de Unamuno en Hendaya, visita al rector salmantino e inicia con él una duradera amistad, que da sus frutos en el magnífico busto de Unamuno, colocado en la actualidad en el Palacio de Anaya de Salamanca. Durante la República opta, en competencia con Valle-Inclán, a la dirección de la Academía Española de Bellas Artes de Roma, cargo que ocupará finalmente su viejo amigo. En julio de 1936, iniciada ya la guerra civil, es elegido miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1937 es evacuado por el gobierno a Valencia, de donde parte para París donde proseguirá su labor escultórica. En la capital francesa sufre un grave accidente al caerse de un andamio mientras trabajaba. La rápida intervención del pintor Francisco Pompey evita su muerte. Al finalizar la contienda civil se exilia en Hispanoamérica y recibe encargos escultóricos, casi siempre monumentales, de los gobiernos colombiano, peruano y panameño. En 1952 regresa a España y fija su residencia y estudio en Toledo, en un acantilado sobre el Tajo,  en Roca Tarpeya. De nuevo realiza monumentos escultóricos como el funerario a Menéndez Pelayo (1956), el busto de Menéndez Pidal (1959) o el monumento a Benavente del Retiro madrileño (!962). Muere en julio de 1966 en su casa-estudio de Roca Tapeya de Toledo, sede actual de la Fundación Victorio Macho donde se expone la mayor parte de su obra.
«Cabeza de Valle-Inclán» (1929), Cobre galvánico. 63,5 x 19 x 25 cm. Toledo. Casa-Museo V. Macho.     Victorio Macho en sus Memorias (Madrid, G.del Toro-editor, 1972) menciona a Valle-Inclán, junto a Unamuno y Ramón y Cajal, como su amigo. Sus recuerdos sobre el autor gallego se circunscriben a la época del Nuevo Café de Levante y a 1929 cuando realizó una serie de bustos del autor de las Sonatas. De la célebre tertulia de artistas comandada por Ricardo Baroja y el propio Valle, Victorio Macho rememora la escasa tolerancia musical de Valle-Inclán, cuando tenía algo importante que comunicar a sus colegas. En este caso recuerda cómo el autor gallego entró en el café de la calle Arenal dispuesto a leer a sus amigos la tercera jornada de Voces de gesta y, por lo tanto, con la intención de acallar la música, lo que le supuso una disputa con uno de los clientes habituales del establecimiento. La anécdota, no exenta de algún anacronismo como la referencia al «esperpéntico» marqués de Bradomín a inicios de 1911, reafirma una vez más el carácter altivo e ingenioso de don Ramón.
    Pero la memoria del escultor es mucho más precisa al referir su encuentro con el escritor dieciocho años después, en 1929, cuando, a lo largo de varias sesiones con Valle-Inclán de modelo, trabajó primero con un dibujo, luego con moldes de yeso, en uno de sus bustos más notorios: Cabeza de Valle-Inclán (1929).  En una de estas jornadas el escultor le pidió al escritor, según tenía costumbre con sus modelos, que dejara desnudo su torso para así ejecutar mejor el busto. De este episodio tenemos dos versiones. La primera se halla en las memorias del artista, donde destaca la extrema delgadez, comparable a las tallas románicas y a la de un faquir, del cuerpo de don Ramón. Este comentario disparó la fantasía valleinclaniana, pues el autor gallego le aseguró al escultor que uno de sus antepasados había sido un comerciante hindú de Kapurtala, - sin duda su prodigiosa inventiva recordó entonces el episodio del marajá de Kapurtala y Anita Delgado-, que había naufragado en las costas portuguesas y auxiliado por unos pescadores gallegos. Semejante y disparatada historia genealógica explicaba para Victorio Macho el parecido físico de Valle-Inclán con el escritor hindú Rabindranath Tagore. La segunda versión del suceso se halla en una entrevista realizada al escultor en la que éste recuerda el torso desnudo de Valle-Inclán y lo compara con el pecho de un tuberculoso y el aspecto de un gato mojado. En cualquier caso, Victorio Macho alaba la fantasía poética y el carácter sincero y auténtico de don Ramón y lamenta que entonces no hubiera los medios técnicos adecuados para recoger y reflejar toda la genealidad del escritor.

       Don Ramón María del Valle Inclán, conocido también por el autotítulo de marqués de Bradomín, pese a la fama que le dieron de violento, bohemio y descarado los envidiosos ayunos de talento literario, era un ser de gran sugestión personal y fantasía maravillosa.
       Por aquel entonces se contaba de él, entre otras muchas anécdotas, que fue citado a un Juzgado de Madrid para declarar algo que se ignoraba sobre su origen genealógico. Al enfrentarse al juez éste le preguntó: «¿Cómo se llama usted?». Entonces Valle Inclán se irguió orgullosamente y le contestó: «¿Y usted cómo se llama?» Pero el juez, mirándole airado, después de tocar furiosamente la campanilla, le replicó: «¿Y a usted qué le importa?»; «¿Cómo que qué me importa? Si yo no le conozco a usted y en cambio a mi se me conoce en toda España e Hispanoamérica.»
       Jamás olvidaré que cuando modelé su busto comencé por dibujarle como entonces solía hacer con las personas que retrataba. Al sentir la curiosidad de ver cómo aquella arrogante cabeza de poeta con melena merovingia y sus largas barbas de santón oriental, armonizaban con el torso desnudo, le pedí que se quitara la ropa y don Ramón, sin vacilar, me mostró su cuerpo flaco, casi esquelético con el izquierdo trunco, y en cambio el derecho aparecía como el de un faquir con la mano larga, tan elegante y sensible como humana antena, mano de gran escritor.
    Entonces le dije: «Don Ramón, me recuerda usted a la vez que a los profetas y apóstoles tallados por el maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela a un faquir oriental que estuviera en éxtasis, en un bello ensueño del que gozara.» Pues escuche, amigo Macho, porque es interesante lo que voy a contarle, ya que nadie, antes que usted, se había dado cuenta de ni ascendencia oriental. Sepa que uno de mis antepasados-lo que descubrí en un amarillento protocolo galaico-tenía un palacio de las Mil y Una Noche en Capurtala y, a veces, para distraerse del hastío que solía sentir se dedicaba a comerciar con tapices persas, pieles raras y exóticos perfumes del Egipto, y como tenía un barco de vela se recreaba en navegar hasta Venecia, donde hizo amistad con Ticiano y el Aretino. Continuaba después a Génova y también solía cruzar a los puertos africanos para después venir a Barcelona y llegar, al fin, a Portugal. Pero una gran tempestad estrelló una noche su nave sobre unas rocas próximas a Lisboa y allí estuvo toda la noche con su esclava predilecta hasta que al amanecer unos pescadores galaicos les recogieron y les llevaron a un puerto próximo, desde el que peregrinaron hasta Santiago de Compostela. Y de allí vengo yo.»
    Admirado de la imaginación del gran poeta le dije: «Por algo se parece usted tanto al famoso escritor hindú Rabindranath Tagore.» Y él me contestó, sonriendo: «Claro está, amigo Macho. ¡Cómo que, probablemente, somos parientes!.»

    Así fue aquel ser de tan rica fantasía poética con traza de peregrino galaico y siempre genial conversador que oficiaba de sumo pontífice en las tertulias de los cafés de Madrid, ideando mentirosas verdades que él creía y hacía creer a sus sensibles oyentes; pero que, sin embargo, a veces, no soportaba a los idiotas advenedizos, versificadores pueblerinos ni a los fatuos, ni a los trepadores impertinentes que llegaban a la «Villa y Corte de los Milagros» con ambiciones de una fama que no alcanzaban.
  ¡Cuántas veces he pensado, dicho y lamentado que aquellas maravillosas fantasías del gran don Ramón no hubieran sido recogidas por un taquígrafo de talento, cuando ahora, en cambio, el magnetófono, la radio y la televisión captan tantas imbecilidades dichas por personajes intrascendentes!.

   Una noche en el Café de Levante, de la calle del Arenal, donde solíamos acudir un grupo de artistas, entre ellos Ricardo Baroja, Anselmo Miguel, Romero de Torres, Julio Antonio, Bagaría, Arteta, García Lesmes, Gutiérrez Solana, Manuel Abril, Penagos y el grabador Oroz, y escuchábamos música admirablemente interpretada por el pianista Anguita y el violinista Corvino, y cuando nos sentíamos conmovidos por la belleza del «Aria», de Bach, entró el fantasmagórico don Ramón envuelto en su capa, que le hacía más largo y esperpéntico, y nos lanzó, con su aguda voz, lo siguiente: «Señores, voy a leerles esta noche la tercera jornada de Voces de gesta
   Próximo a nuestra tertulia estaba un tipo con traza de luchador de greco-romana que todas las noches solía comerse un pollo con cresta y todo, después un enorme trozo de queso de roquefort, a lo que añadía dos botellas de vino de Valdepeñas y para hacer la digestión una copa de ron.
   Cuando oyó a don Ramón le gritó: «Cállese, don barbas de chivo.» Los músicos dejaron de tocar y Valle Inclán se irguió con ademán de profeta bíblico, se mesó pausadamente las largas barbas, se alborotó la melena gris y mirándole despectivamente le contestó: «No me da la realísima gana, majadero, heliogábalo.» El otro le replicó: «Si no le da la gana, tartajoso y esperpéntico marqués de Bradomín, salga a la calle que le voy a dejar sin barbas y esa peluca de estopa de la que tanto presume.» El  pintor y grabador  Ricardo Baroja, el hombre admirable, que con su noble figura, su bondad, gran inteligencia y campechanía se levantó sonriente y cordial, logrando así apaciguar los ánimos de ambos contendientes, y después de escuchar religiosamente el «Trío serenata», de Beethoven, el gran don Ramón de las barbas de chivo nos leyó la tercera parte de «Voces de gesta».
    Mientras tanto, el heliogábalo eructaba como un energúmeno.

(Victorio Macho, Memorias, Madrid, G. del Toro editor, pp. 317-319.)

    Siempre me ha interesado conocer los hombros y el busto de mis modelos. Así lo hice con Unamuno que tenía una complexión fuerte, de marinero vasco. Por cierto  que con don Ramón del Valle Inclán quise hacer lo mismo. Comenzaba a modelar su efigie, cuando se me ocurrió saber de dónde salían aquella cabeza y aquella célebre barba. Entonces le pedí que se desnudara el torso. Lo hizo amablemente y me impresioné ante aquel esqueleto, aquel armazón tan pobre, que no parecía de ser humano. ¿Querrá usted creer que el fanfarrón de don Ramón-María, aquel marqués de Bradomín, pendenciero, desvergonzado, pornográfico, casi con el torso desnudo, parecía un gato mojado? ¡Pobrecito, tenía el pecho de un tuberculoso! Me apresuré a rogarle que se vistiera, y le ayude a hacerlo. «Se parece usted mucho a Rabindranath Tagore» - le dije- , y me contestó: «No tiene nada de extraño, porque soy pariente suyo. Verá Usted. Hace bastantes años ya, aunque tampoco demasiados, un maharajá decidió dar la vuelta al mundo en su velero – así por capricho -  acompañado de muchos de sus tesoros y no pocas concubinas. Bien, pues en las costas de Galicia naufragó el dichoso maharajá. Y de una aventura suya, casi obligada por los elementos, como ve usted, provengo yo. De modo que muy probablemente Tagore y yo seamos hermanos por parte de padre.
(«Entrevista a Victorio Macho». Apud, José Carlos Brasas Egido, Victorio Macho. Vida, arte y obra, Palencia, Diputación provincial de Palencia, 1998, p.125)
 
VOLVER AL ÍNDICE
El Pasajero, primavera 2003