VALLE INCLÁN A TRAVÉS DE...
 

Sebastián Miranda

 por Josefa Bauló
(T.I.V.)




    Con el título de Recuerdos y añoranzas, con un prólogo de Manuel Aznar, y con citas en sus solapas que hablan de su autor y rubrican nombres como César González Ruano, Azorín y Julián Cortés, aparece en 1972 un libro autobiográfico del escultor asturiano, afincado en Madrid, Sebastián Miranda (1895-1975). Son memorias plagadas de anécdotas y el índice onomástico, de haberlo, doblaría el número de páginas del libro. Políticos y militares, actores, actrices y cupletistas, periodistas y médicos, aristócratas, limpiabotas y extravagantes personajes de la sociedad madrileña fueron de trato común para este escultor de los de salón en el más amplio sentido de la palabra. Los salones de exposición y los de mundanaje, evento y tertulia fueron el espacio natural en el que Miranda se relacionaba con sus contemporáneos. Entre ellos, como es lógico, abundaron los artistas pero sobremanera dos tipos de entre ellos: escritores y toreros. Con semejantes coordenadas resultaba imposible que Sebastián Miranda y Ramón Mª del Valle-Inclán no entablasen conocimiento. Las amistades comunes como el escritor Ramón Pérez de Ayala, el pintor Julio Romero de Torres, y también el gusto por las gentes del espectáculo como Juan Belmonte, Antonia Mercé «La Argentina» o Charlot, propiciaron este acercamiento hasta el punto que nos demuestra el episodio que sigue a estas líneas.

    El recuerdo de Miranda no solo viene a refrendar la conocida afición de Valle a lo taurino sino la componente estética de esa afición que alimenta con ejemplos plásticos el concepto valleinclaniano de quietismo. Y también referencia con nombres y apellidos las aguas sociales por las que el escritor gallego se movía como ilustre pez; casi como Neptuno enfurecido. Lo que el incidente que vamos a conocer aporta a la serie retos, pendencias y riñas derivadas del carácter irascible de Valle abulta la leyenda; quién sabe si el firmante influyó en ella o fue influido.

    Insistimos. El de Miranda es un Valle fidedigno con la imagen del personaje que nos ha llegado en las versiones castizas y oficiales. Aquí le visualizamos junto a Manuel Machado, peligrosamente cerca de los Quintero, codo a codo con Pérez de Ayala, saludando a Romanones, rendido a Belmonte...

    La anécdota arranca con su amigo el escritor Ramón Pérez de Ayala pasando su luna de miel en Granada, hospedado por Miguel Rodríguez Acosta, y con una corrida de toros en Madrid:

    [...] Era el comienzo de la primavera del 13. Fecha memorable. Debut de Belmonte en Madrid. Lo presencié en compañía de Valle-Inclán y Julián Cañedo. A la salida le pusimos un telegrama [a Pérez de Ayala], Ramón firmaba por los tres. Una hora después de terminada la corrida se presentó el propio Belmonte en mi estudio. No recuerdo si fue aquella misma tarde cuando don Ramón, lleno de entusiasmo le dijo:

    -¡Juanito, Juanito, estás en plena gloria, ya no te falta más que morir en la plaza!

    -Se hará lo que se pueda, don Ramón- le repuso Belmonte.

    En cuanto Ramón Pérez de Ayala recibió nuestro telegrama hizo apresuradamente su equipaje y anunció su regreso a Madrid. Miguel Acosta, que le admiraba y guardaba toda clase de atenciones brindándole el disfrute de aquel maravilloso ambiente, supo que algo grave tenía que ocurrir para tomar aquella decisión tan repentina, pero al enterarse su amigo que el motivo era ver a un novillero que había debutado en Madrid, soltó una carcajada de asombro e incomprensión.

    ¡Alejarse voluntariamente de aquel paraíso granadino en los instantes mismos del inicio de la primavera, respirando por todos los poros el aroma de los jazmines y de tantas flores recién nacidas, pudiendo contemplar el maravilloso horizonte y, para colmo, gozar de la vecindad de uno de sus más fieles y buenos amigos para ir a ver a un novillero era incomprensible. Pero este novillero era Juan Belmonte, que en unión de Charlot y Antonia Mercé "La Argentina" causaron más profunda huella en mi recuerdo.

    Y asistimos los cuatro amigos a la segunda novillada, don Ramón, Julián Cañedo, Ramón y yo. A los primeros lances que vio dar a Belmonte quedó convencido de que jamás había visto cosa semenjante. Y aquella misma tarde, después de la corrida, volvió Belmonte a visitar mi estudio, donde nos reunimos todos los amigos de entonces, y si como torero le pareció algo nunca visto ni soñado, como persona intimaron desde el primer instante. Muchos remoquetes le pusieron: "El pasmo de Triana", "Terremoto". Fue el de "El Misterioso" el mejor, cuyo autor fue Gómez Hidalgo, que publicó un librito titulado "Belmonte el misterioso", de imborrable recuerdo. En efecto, los actos más trascendentes de su vida están envueltos en un velo de misterio que nadie ha podido penetrar. Fue siempre para mí un de los amigos más nobles y seguros que he conocido.

    Realmente emocionados de la pureza emocional de su toreo, decidimos unirnos unos cuantos admiradores y ofrecerle un banquete. Se nombró una comisión integrada por don Ramón del Valle Inclán, Julio Romero de Torres, el escultor Julio Antonio y yo. Recuerdo muy vagamente algunos asistentes pero la mayor parte se me han borrado de la memoria. Leopoldo Matos, Amadeo Vives, Natalio Ribas, Pepito La Morena, los Quintero, Benavente, Manolo Machado, Gerardo Diego, el marqués de Orovio, el conde de la Maza, Fernando Gilis, Luis de Tapia, Arión, Enrique de Mesa.

    Elegimos el restaurante del Retiro, al aire libre, al que acudía diariamente todo Madrid. Encargamos previamente un espléndido menú y allí nos presentamos todos a la hora convenida. La amplísima terraza estaba abarrotada. Ni una sola mesa libre.

    La noche era espléndida. Se podía asegurar, sin incurrir en hipérbole, que estaba reunido allí todo el Madrid que bullía entonces. Todos nos miraron algo extrañados pero con gran simpatía. En una mesa estaba Romanones, que se levantó a saludar a uno de los comensales. En otra, Santiago Alba. Yo pregunté a un camarero dónde nos habían preparado la mesa del banquete. Contestó que me dirigiese al jefe, que estaba sentado detrás e un alto pupitre. Me dirigí a él con el resto de la comisión. El hombre me miró por encima de las gafas y exclamó:

    -¡Ah! ¿Son ustedes los del banquete del novillero ése? La colocamos en la parte de atrás.

    -No me parece un lugar muy adecuado habiendo avisado hace tres días- le respondí con timidez, antes el temor de que Ramón interviniese violentamente.

    -Pues es un lugar del establecimiento como otro cualquiera- replicó el jefe desabrido.

    Observé, aterrado, que bajo las gafas de Valle-Inclán refulgían chispas y rayos. De todas las mesas del repleto jardín miraban con gran curiosidad y sobresalto el desenlace de aquella escena. Don Ramón me apartó cortésmente hacia un lado, y encarándose con el dueño le repuso airadamente con voz de trueno:

    -También el retrete es un lugar del establecimiento donde te voy a meter a ti de cabeza y, ante todo, has de saber miserable belitre, que cuando estás ante un señor debes ponerte de pie y despojarte de esta inmunda gorra de usurero de portal.

    Y, antes de que pudiera obedecerle se adelantó don Ramón dándole un manotazo que dio al traste con ella y con la colilla que fumaba. Y en el mismo tono violento y terrible le amenazó diciéndole:

    -Y si antes de cinco minutos no colocas la mesa en medio del jardín, arde el establecimiento.

    Todos los comensales, acuciados por la curiosidad de ver a Belmonte de cerca, y a tantos hombres ilustres, familiares a todos y, como aparte de eso la admiración hacia Valle-Inclán era general, todos se apresuraron a correr las mesas para dejar un amplio espacio, donde colocaron la mesa del banquete. Si a eso se añade la actitud implorante de Belmonte, suplicando que por su causa no armase ninguna bulla, contribuyó a acrecentar el deseo del público para hacernos sitio, facilitando de ese modo la labor de los camareros, que en pocos instantes dejaron puesta la mesa. Durante la comida se acercaron Romanones y Alba.

    Supongo que el dueño del restaurante se quedaría perplejo al ver a Romanones y Alba saludar con el debido acatamiento a varios comensales de la mesa del novillero.

    No hubo discursos; solamente Ramón López de Ayala, ofreciendo el homenaje con unas palabras de las que solo recuerdo algunas:

    «Estamos ante un hecho insólito. Los que aquí se reúnen son gentes que acuden a los toros en busca de temas bellos y a recibir emociones estéticas. Son, en una artistas, literatos, pintores y escultores».

    Recuerdo la rara impresión hace años, a poco de conocer a don Ramón del Valle-Inclán, oírle decir que uno de los artistas más grandes que él había conocido era «Lagartijo». Y después de haber definido la belleza estatuaria del torero cordobés concluía:

    «En ocasiones "Lagartijo" dejaba el estoque caído, y aquellos bárbaros le gritaban sin atención, con la maravillosa majestad con que se retiraba al estribo, porque su cuerpo, en todo punto, si abandonaba una bella actitud era para crear otra más bella».

    En otra ocasión el mismo Valle-Inclán se encontró con un amigo que le preguntó de dónde venía, y al responderle que de ver torear a Belmonte, y como el interlocutor se sorprendiera más de lo debido, añadió:

    «E iré siempre a verlo torear, porque quiero aprender a bien morir, y este mozo heroico, junto con su arte sin parecido, nos enseña a mirar con serenidad la muerte».


Sebastián Miranda, Recuerdos y añoranzas (mi vida y mis amigos),
Madrid, Editorial Prensa Española, 1972, pp. 283-286.


El Pasajero, primavera 2002



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